“La grandeza de la literatura es una cuestión obvia y, en cierta manera, elemental. Pero no por ello deja de ser cuestionable para un sinnúmero de gentes de primera, de segunda y de tercera categoría en el orden de la cultura. Esa negación implica el desconocimiento de su servicio, de su eficacia y de su utilidad”. ¿Es útil, pues, la literatura? ¿Y a quién sirve? Está claro que no al poder ni a las “grandes causas”. Su servicio es más humilde y a la vez mucho más necesario, como nos lo explica el escritor y periodista colombiano Hernando Téllez en este conmovedor ensayo.
La grandeza de la literatura es una cuestión obvia y, en cierta manera, elemental. Pero no por ello deja de ser cuestionable para un sinnúmero de gentes de primera, de segunda y de tercera categoría en el orden de la cultura. Esa negación implica el desconocimiento de su servicio, de su eficacia y de su utilidad. El problema, por su aspecto negativo, ha sido llevado a extremos sorprendentes de habilidad dialéctica, de rigor filosófico, de penetración crítica por algunos de los espíritus más nobles y de las inteligencias más poderosas y sagaces del mundo intelectual europeo. Espíritus e inteligencias que, por lo demás, en el acto mismo de la negativa aseguraban con el brillo y la gracia de su propio trabajo, una involuntaria justificación de la grandeza, la eficacia y la utilidad de la literatura.
En el reducido ámbito de mi propia experiencia, el problema me fue planteado de esta manera: una vez me dijo un amigo, uno de esos encantadores y terribles hombres prácticos, uno de esos esclavos felices y prósperos de las realidades inmediatas y concretas: “¿Para qué sirve la literatura? ¿No cree usted que el mundo marcharía mucho mejor sin tantas vanas palabras? ¿Cree usted seriamente que Homero es indispensable al progreso de la humanidad?”. La escena ocurría en mi biblioteca. Yo quedé un instante perplejo y como avergonzado de que esa pregunta se hiciera precisamente en la invisible presencia de Homero y de toda su familia de pares, de parientes ricos y pobres, de herederos directos e indirectos que en ordenadas filas callaban en los estantes. “La literatura, respondí a ese amigo impaciente, tal vez no sirve para nada. Pero sin ella no valdría la pena vivir”. Mi interlocutor quedó escandalizado y, tomando a broma lo que yo le decía, se echó a reír y cambió de tema.
Pero yo no estaba diciendo una broma a mi amigo. Es el caso de innumerables hombres, de millares y millares de hombres, esa era una simple verdad. En mi caso ¿desde cuándo? Al salir ese amigo de casa, me hice esta misma pregunta. ¿Desde cuándo la literatura es un hecho consustancial a mi propia vida? Y por el lado del recuerdo me encontré, de pronto, en el país de la infancia, con un libro entre las manos, repasando, tratando de grabar en la memoria, los versos de un poema de Rafael Pombo, en una de cuyas estrofas, la primera, culminaba para mí, de manera misteriosa, la emoción lírica: “Noche como esta, y contemplada a solas, no la puede sufrir mi corazón: da un dolor de hermosura irresistible, un miedo profundísimo de Dios”. ¿Eran así de antiguas las relaciones de mi vida con la literatura? Era indudable que ella me había acompañado siempre en la terrestre peregrinación, con una obstinada fidelidad de la que sólo, al cabo de los años, venía a darme cuenta, gracias a la cortés impertinencia de mi amigo. Sí. Esta fidelidad no se había quebrantado jamás. De la infancia a la madurez, desde antes del abecedario hasta la filosofía, en la felicidad y en el infortunio, en todos los cruces del camino, en las horas luminosas, en el amor y en el dolor, yo había estado, yo seguía estando acompañado por la leal e invisible guardia de mis dioses mayores y de mis dioses menores de la literatura. A unos les debía más que a los otros. Unos eran implacables y exigentes, otros benévolos y generosos. A unos les debía el escepticismo, a otros la creencia. Todos me ofrecían el testimonio del mundo y del hombre, en una clave de amargura o en una clave de sonrisas.
Comprendí entonces que la grandeza de la literatura radica en el hecho de que ella es también una dimensión de la vida. Pero supongamos por un momento que quienes la subestiman como un peligroso y funesto menester que lo ha enredado todo sin conseguir aclarar nada, tuvieran razón. Y, por lo tanto, que la literatura llegase a un grado mortal de descrédito y de quiebra en un fabuloso mundo pragmático. ¡Qué estúpida catástrofe para ese mundo! No sería posible en él ni siquiera su propia imagen física, puesto que nada de cuanto rodea al hombre, nada de cuanto ese mismo hombre pueda hacer, pensar o sentir, tiene significado, validez y, en último extremo, auténtica existencia, sin esa primera estrategia artística que es la palabra, sin el símbolo literario de la palabra. Sin ella, el universo interior y el universo exterior carecen de testimonio. La toma de posesión del mundo por el hombre ocurre cuando la palabra fija, apresa, determina las cosas, pone su incoercible garra, hecha de aire, sobre esas cosas, y, además, consigue expresar y calificar los sentimientos. En el instante en que el hombre pudo nombrar las cosas, con una palabra para cada una, empezó, en rigor, a crear —él también— el mundo. La segunda génesis sobreviene, pues, con el lenguaje, con esa forma de relación entre las palabras que constituye el discurso de la razón y que es, radicalmente, inevitablemente, una forma, también primordial, si se quiere, de la literatura.
Pero aceptemos, con entera corrección crítica, el hecho de que hay muchos hombres que se niegan, honestamente, a darle esa categoría decisiva a la literatura. Ellos olvidan, sin embargo, que todo a la postre concluye por resolverse y cristalizar en una fórmula literaria. Sin ese último precipitado, ninguno de los convenios, de las normas, de las tesis ni de los hechos ni de los sentimientos, alcanzaría plena vida y plena eficacia. Un pacto entre naciones, una teoría científica, una reglamentación industrial, el credo de un partido político o las determinaciones de una junta directiva llegan ineludiblemente al punto decisivo en que para que puedan perdurar como un testimonio o como una ley, necesitan el milagroso ingrediente de la literatura.
Además de todo esto que casi estaría bien llamar el servicio civil obligatorio de la literatura, hay otros aspectos de su eficacia que demuestran cómo no es cierto que el hombre pueda vivir tan sólo de los alimentos terrestres. Permitidme, otra vez, un ejemplo personal cuya intención no es otra que la de señalar esa especie de modelación y de corroboración de la vida, que la literatura ejerce con extraña magnanimidad. El tiempo de la infancia no trasciende en mi espíritu sino condicionado al recuerdo de determinadas relaciones verbales o de determinadas lecturas. Ahora todavía me bastan tres palabras, tres palabras clásicamente literarias, para que se abran en mi memoria las compuertas que dan paso al lejano caudal de la infancia: “érase una vez”. De inmediato vuelve todo aquello: el timo de la ternura en la voz maternal, la sensación de lo maravilloso y escondido, el sentimiento heroico de la existencia, la primera noción del amor, de la audacia, del miedo, del valor, de la bondad, del infortunio. Y esa sospecha de que allá, siempre más allá, puede encontrarse eso que no sabremos nunca lo que es, pero que ahí debe estar. ¿Hay alguien, acaso, que pueda garantizar que no tuvo por hada, en el umbral de la vida, a la literatura? Ni al más desvalido de los hombres le ha faltado ese don gratuito, ese tesoro de unas palabras literarias en el pórtico de sus primeros sueños. Cuando nada sabemos de la vida, la literatura nos pone en el camino de ese arduo conocimiento. Yo os confieso ingenuamente que en el olimpo privado de mis preferencias y adoraciones intelectuales tienen un sitio especial, hombro a hombro con varios gigantes, ciertos fabulistas, ciertos cuentistas para niños, a los cuales debo más de una perdurable lección de filosofía, de gracia elemental y pura, y más de una preciosa norma moral.
Las raíces del sentimiento, en la infancia, están abonadas por el arte lustral del arte literario. Antes de entrar al valle de la adolescencia hemos sabido ya no pocas cosas ejemplares sobre el amor y sobre el dolor. Sobre el amor con la Bella Durmiente, sobre el dolor con Cenicienta. Hemos sabido de la crueldad con Barba Azul, del heroísmo con Pulgarcito, de los buenos negocios con Aladino y de los malos negocios con Alí Babá; de la audacia, con el Gato de las veloces botas, y de la poesía y la aventura con Simbad el Marino.
No es poco. Pero ¿y después? ¿Conserva la literatura una relación decisiva, eficaz, importante, con la vida del hombre joven? Es esa, con toda precisión, la época en que deseamos ordenar el mundo a nuestra imagen y semejanza, a la medida de nuestros sueños, y acordar su ritmo al intrépido ritmo de nuestro corazón. Nunca como entonces es tan perentoria la necesidad de hallar en la letra de los libros una comprobación del anhelo, una justificación del deseo, una explicación del misterio que llevamos en nosotros mismos. El mundo es, por ese tiempo, una cosa sorda y hostil, algo que nos llena de perplejidad, de confusión y de rebeldía. Todo cuanto se nos ofrece como estable, definido y evidente, lo consideramos provisional, indeciso y vago. Casi todo nos choca, nos desazona. Nada nos parece suficientemente circunstancial y suponemos que las creencias demasiado firmes constituyen una monstruosa estratificación intelectual. Además, el dominio interior se hace insaciable. Pide, pide siempre más y más: emociones, ideas, tesis, fórmulas, creencias, supersticiones. El alma y el cuerpo se querellan. No hay armisticio posible entre ánimo y ánima. Esa carne joven está llena de deliciosos remordimientos. ¿Podrá ayudarnos a bien soñar, a bien padecer, a bien esperar, a bien desesperar, un poco de sabiduría literaria? ¿Os acordáis de la penas del joven Werther? Ese modelo romántico excede los límites de su clasificación literaria y sentimental. Es nada menos que un hombre joven, debajo de cuya anticuada casaca, late, afiebrado e indeciso, el eterno corazón de la juventud. En medio de la catástrofe, de la crisis amorosa, de la perplejidad, Werther exclama: “No más arrobos, ímpetus, ni acaloramientos, harto hierve de suyo mi corazón; arrullos quiero, y los hallo que rebosan en mi Homero…”. Una compañía perfecta. El invencible Ulises, traído de la mano de Homero, abandona a Calipso, y a trueque de la inmortalidad, regresa a Ítaca en busca del amor de Penélope. Werther estaba en lo cierto, Homero le ayudaba a bien padecer.
Y como en el caso de Werther, todo hombre joven, toda mujer joven ha demandado algo a la literatura y ésta ha correspondido con creces. Esa fina voz lírica que del fondo de un poema llega hasta el fondo de nuestra congoja o de nuestro júbilo, tomará para siempre la categoría de una fiel compañera. De la misma manera que la frase de la sonata de Vinteuil, en la novela de Marcel Proust, era el himno nacional de los amores de Swann y Odette, un verso puede ser el emblema, la empresa grabada sobre el escudo de un amor. La vida interior de toda juventud, no importa la mezquindad del destino que le corresponda, lleva una invisible escolta de poesía. Ese es el tiempo canicular, el tiempo meridiano del amor. La quemante línea ecuatorial de la pasión, está ahí, por ahí pasa. Qué difícil es suponer que el amor juvenil, y en general, todo el amor, pueda sustraerse a la jurisprudencia poética. Como legisladores del corazón, los poetas no conocen rivales. Las sentencias proferidas en esa Corte Suprema de Justicia Sentimental, cubren toda la problemática del ser, sin la rigidez de la filosofía. Allí están Dios y la Muerte y el Tiempo y la Vida. Nada escapa a la fe, a la intuición, a la razón poética.
Además de la poesía hay un territorio del arte literario en donde esa grandeza y ese servicio civil de que he hablado, toman una singular categoría. Es el territorio de la novela. ¿Puede el hombre contemporáneo considerarse libre de toda deuda en el orden moral, en el orden intelectual, en el orden psicológico, en el orden sentimental, con Dostoyevski, con Goethe, con Balzac, con Flaubert, con Proust, con Joyce, con Lawrence, con Thomas Mann? Seguramente no. Pero no significa que la literatura o, de manera más general, el arte, tenga específicamente la misión de salvar al hombre o de mejorar la condición humana. Hablo de una contribución al progreso moral y espiritual, no desde un punto de vista absoluto como, por ejemplo, el de la religión. La literatura, en cualquiera de sus manifestaciones, es una expresión del enigma del hombre. Pero, en rigor, la literatura no propone una solución de ese enigma, ni lo resuelve. Lo expone, lo analiza, lo muestra en todos sus aspectos y llega en ese camino, especialmente a través de la novela, a extremos casi exasperantes de precisión y de objetividad.
La jurisprudencia del corazón, fuera de la vida, es preciso ir a buscarla en la poesía o en la novela. Quiero decir la jurisprudencia de los sentimientos y de las pasiones. O lo que es igual, cómo nacen, proliferan, actúan y mueren o cambian de meta y de estímulo. Alguna vez indiqué sobre este hecho portentoso de la contribución de la literatura al conocimiento de la pasión, al descubrimiento de sus leyes, a la representación reviviscencia de ella misma, cómo era posible, por ejemplo, establecer una línea de desarrollo pasional y psicológico a partir del amor de Eugenia Grandet, heroína de la novela de Balzac, al amor de Gracia Peedley, heroína de la novela Dos o tres Gracias de Aldous Huxley. En el curso de esos cien años de amor literario y de amor real, equidistantes en sus dos extremos de la pasión de Emma Bovary, heroína de la novela de Flaubert, el tránsito se opera de esta manera: Eugenia Grandet “simboliza la pasión amorosa inamovible, estática. Balzac crea con ella o con ella interpreta la noción del amor que llega y no pasa, que prende y no muere, que brota de una vez y para siempre. Pura creación romántica a pesar del esfuerzo hecho por el novelista para aparecer como crítico de la realidad en lo que ella comporta en materia de desajuste y ruina de los sentimientos. Eugenia Grandet es una estatua bien trabajada. Pero es una estatua. Inútil buscar en este corazón el ritmo proceloso que agitara el pecho gentil de Emma Bovary. Inútil buscar en él la implacable insatisfacción de Gracia Peedley”. “Eugenia Grandet se ofrece en el proceso más simple, más esquemático y sencillo que pueda darse. Dentro de ese proceso se entiende, se sobre-entiende, se acepta la inalterabilidad de la pasión amorosa. Ahí queda descartada toda posibilidad de desintegración. La prodigiosa ley del olvido que embalsama todos los dolores y destruye, hasta reducirlos a cenizas, los amores más tenaces y firmes, no tiene allí vigencia. Eugenia no olvida, no deja de amar. Es una agobiadora fidelidad. Su corazón no tiene intermitencias. Su sensualidad no conoce otro estímulo que el de la imagen de su único y exclusivo amor. Es un caso perdido.
“Al presentarse Emma Bovary, debió desplomarse la esbelta arquitectura psicológica creada por Balzac. Esta hubo de parecer entonces demasiado rectilínea, demasiado rígida para ser verdad. La protagonista de Flaubert presentaba, frente a Eugenia Grandet, el primer impulso hacia la zona problemática del amor. La sospechosa inalterabilidad del sentimiento quedaba, en adelante, sujeta a discusión. El amor, todo el amor —jurisprudencia de la novela, jurisprudencia de la literatura— no podía ser, no era la estática, monolítica, unilateral y fiel pasión de que desbordaban el alma y el cuerpo de Eugenia Grandet. Emma Bovary demostraba un principio de relativismo, de eventualidad en las normas de la pasión humana. No se trataba, en su caso, de la vana coquetería, sino de algo más profundo y trascendental: era la propia pasión amorosa, el Amor, con mayúscula romántica, el que se ofrecía como materia deleznable y cambiante, alterna y multiforme, sujeta al vaivén de la desazón interior, objeto frágil y liviano, capaz de deshacerse en medio del tedio y víctima indefensa bajo la implacable ley del olvido… Flaubert observa en Emma Bovary el desarrollo contradictorio del amor y se cuida muy bien de establecer a propósito el fenómeno psicológico y sentimental que tiene bajo su aguda inspección, ninguna ley, ninguna norma… Eugenia Grandet es el símbolo de la precisión sentimental, casi cronométrica. Emma Bovary es el de la imprecisión absoluta”¹.
Gracia Peedley, la protagonista de la novela de Huxley, es, desde luego, una hermana póstuma de la Albertina de Marcel Proust y, hasta cierto punto, de la Genoveva de André Gide. Pero ella se halla cronológica, psicológica y sentimentalmente, en el último extremo del desarrollo de la complejidad del mecanismo amoroso, descubierto, clasificado y re-creado por la novela. “La criatura de Huxley ama y deja de amar, ciertamente, como amaba y olvidaba Madame Bovary; pero además —nueva jurisprudencia de la literatura— en ese tránsito, Gracia no conserva dentro de sí, dentro de su propia alma, dentro de su propio carácter, dentro de su psicología, absolutamente ninguna cosa del pasado, ningún dato de la conciencia o de la sensibilidad que la conecte, así sea de manera vaga o distante, con el antiguo amor reemplazado. No es el relativismo de la pasión que implica cierta base imprecisa del sentimiento; es la total absorción, por el objeto presente del amor, de todo el pasado sentimental; es la quiebra, la ruina de toda posible estabilidad. En Gracia Peedley, el amor, al cambiar de meta, de estímulo, opera el fenómeno de una transformación radical en la personalidad de la heroína que adquiere la del amante de turno. Dos o tres Gracias, dice Huxley. O lo que es igual: tantas Gracias como amantes. Esta multiplicidad psicológica, esta constante trasfiguración, ese oscilar de un polo psicológico y oral, al polo opuesto y allí a la zona intermedia, este hacerse y deshacerse antagónicos de la personalidad, mediante el acicate de la pasión, significa para el amor un poco más que la simple relatividad del sentimiento. Es la desintegración absoluta. Qué lejos nos encontramos entonces de la firme estatua del amor creada por Balzac. Las líneas precisas y exactas de esa creación, que empezaron a disolverse en las manos de Flaubert, quedan totalmente destruidas por Huxley. “Ella, Gracia, dice el novelista, era una sucesión de puntos, pero no era una línea”².
He ahí, pues, un ejemplo de lo que es la tarea de la literatura en el propósito de enriquecer la verdad humana.
Acaso por esto la literatura obtiene una audiencia infinitamente más numerosa para su mensaje, que la ciencia, la historia o la filosofía. Y a pesar de que la literatura no conlleva de manera explícita una misión redentora, la realiza mediante el hecho milagroso de volver a crear, como lo hicieron Dostoyevski y Balzac, a toda la humanidad. Enfrentado el hombre a sí mismo en las creaciones del genio literario, todas las consecuencias de este choque son imprevisibles. Pero hay una segura e indiscutible: que el hombre aprenderá a conocerse mejor. No es fácil que un lector de Dostoyevski regrese de ese satánico mundo, listo para la beatificación. Pero es seguro que volverá con un conocimiento más profundo de sus propias miserias o de su propia virtud. Ni tampoco el lector de Balzac regresará de esa experiencia intelectual por entre el universo de los arribistas, de los avaros, de los traficantes morales, dispuesto a emprender una cruzada en favor del equilibrio social y de la justicia. Pero, en adelante, sabrá cuál es el grado de su perfidia o las fallas de su candidez. Ni de la misma manera, el lector de Proust, después de haberse sumergido en esa delicuescente y turbadora atmósfera de pasiones y de vicios, en la cual la única ley psicológica y moral es la de que nada hay en la sensibilidad, en la conciencia, en la inteligencia, en la razón del hombre, que no quede sujeto al imperio de la trasmutación y de la relatividad, ese lector por el solo hecho de haber probado el escalofriante contacto, no quedará automáticamente mejorado en un sistema moral. Pero cuántas veces no se habrá estremecido en el curso de la lectura, midiendo el abismo de la personal monstruosidad, explícita y vehemente en la imagen literaria que de ella le ofrece el autor por intermedio de uno de sus personajes.
Volver a crear el hombre, especificar su conciencia, acotar sus pasiones, no es poca grandeza ni menguado servicio. Un Edipo, un Ulises, una Penélope, un Don Quijote, un Raskolnikov, un Fausto, un Julián Sorel, una Emma Bovary, un Goriot, un Charlus, un Hans Castorp, una Lady Chatterley, entre los mejores y más acabados modelos, ¿qué representan? El poder genético de la literatura, esa especie de respetuosa competencia que ella promueve a los poderes supremos de la creación. Por otra parte y en cuanto toca con la reviviscencia y el análisis de las pasiones, la literatura logra todo cuanto no es posible en el mismo grado de eficacia a las demás artes y, desde luego, a las ciencias. Es verdad que las ciencias avanzan bajo otro signo intelectual. Ni la filosofía, ni la psicología, ni la sociología, desenvuelven su mensaje y cumplen su misión con el mismo sentido de la literatura. A pesar de que la filosofía se presenta con un propósito de universalidad y de síntesis, su parábola se cumple bajo el signo riguroso de la especialización. El ámbito de la incidencia literaria es, por ello, más vasto. La filosofía resulta una diosa demasiado distante del hombre común y, así, sus fórmulas no alcanzan a romper el límite suntuoso y privilegiado dentro del cual nacen y proliferan. Para que una teoría filosófica descienda hasta la simple y conturbada humanidad, y sea objeto de la disputa, de la adopción o del rechazo popular, se requiere que la literatura la tome amorosamente en sus manos, la interprete, la explique, la transvase a su propio cauce estético.
La psicología ha descubierto y clasificado el mecanismo de las pasiones, es cierto. Pero solamente el arte literario ha podido mostrar cómo funciona, cómo actúa, cómo opera ese mismo mecanismo al reconstruir, íntegramente, el proceso interior del hombre. La psicología es al arte literario lo que la geometría es al hecho de la arquitectura gótica: una preciosa fórmula esencial, pero como toda fórmula, ajena a la vida, un poco muerta y disecada. La sociología, la ciencia histórica, se mueve en otras zonas de ninguna manera ajenas al acento estético, ni al propósito de acrecer la experiencia moral de la humanidad. Pero las dos no alcanzan tampoco la fértil resonancia que la literatura consigue en la inteligencia y en la sensibilidad de los hombres.
Es por ello que el arte literario toma el carácter de una síntesis del espíritu humano. Nada le es ajeno y todo le es propicio. De las más lejanas vertientes llegan a su oceánico seno todas las aguas del espíritu. Es un punto de confluencia a donde arriban como pacientes tributarios todos los problemas del hombre. Aún más: la literatura promueve y realiza una recuperación de la naturaleza. Ese rescate nos pone en posesión de toda la hermosura del mundo y nos hace, intelectual y sensorialmente, usufructuarios y dueños de toda la inmensidad de la tierra. Gracias a la literatura llegamos a una especie de tácito imperialismo geográfico. Ella borra las fronteras, anula las distancias, destruye el mito del lenguaje nacional y de la raza como dos de los límites que se oponen al entendimiento universal, crea una igualitaria posibilidad para “sentirlo, verlo y adivinarlo todo”, y entrega al hombre, íntegro e intacto, el misterio del mundo. Recordad vuestras mejores lecturas. Repasad vuestro Homero. Ahí, al fondo de las aventuras de Ulises, del amor de Penélope, de la prudencia de Telémaco, de la sabiduría de Néstor, de los encantos de Calipso, hay un mágico y real trozo del universo, con el mar “de sonrisa innumerable”, “el mar siempre vuelto a empezar”, cuya espuma se quiebra a la orilla de unas islas, de unos bosques, de unas ciudades probablemente más bellos para gozar y poseer en su verdad literaria que en su verdad terrenal.
Y repasad vuestro Cervantes. De pronto Don Quijote y Sancho, cansados de tanta imaginación y de tanta andadura, se echan a descansar en un claro del bosque. Y mientras que el incomparable Caballero se repone de la fatiga, Cervantes va diciendo cómo son los árboles, el blando viento, la soledad, la oscuridad, el ruido del agua, el susurro de las hojas, el verde prado, la música del arroyo cercano. A través de su prosa, sentimos la humedad de la atmósfera, respiramos el aroma de los pinos, el olor de ese trozo de la tierra castellana, de cuya belleza o enigma Cervantes nos hace copartícipes o dueños en la misma medida en que durante ese fugaz tiempo de reposo, entre dos hazañas, lo eran para el temerario Don Quijote.
Y luego, si queréis ir un poco más lejos, ahí está la mano fina de Turgenev para llevarnos a la campiña rusa, en un día de primavera. Hay que viajar en un lento carruaje, con alegres compañeras que van cantando al pausado trote de los caballos: “¿Seré yo la preferida en esta primavera, Señor? Sí; yo seré la preferida, Señor”. Y después, escogido el sitio, y sobre el mantel de la naturaleza, el almuerzo, las danzas, los juegos, los besos, los fugaces amores. Y al atardecer, entre las primeras sombras, las primeras sombras de una secreta melancolía. Es una porción del tiempo ruso, un pedazo del alma rusa, una parcela de ese distante paisaje el que nos entrega, para siempre, el arte de Turgenev.
Pero hay muchos, innumerables, generosos y magnánimos reyes de la tierra, en la prodigiosa dinastía del arte literario, que hacen a los demás hombres el regalo de los pueblos, de las ciudades, de los países, de los continentes, de lo mares, de los ríos, y de las selvas. En la grata compañía de Nils Holgersson, sobre el lomo de un pato, en la maravillosa historia de Selma Lagerlöf, os hacéis dueños felices y absolutos de toda Suecia. Con él podemos contemplar, por ejemplo, el lindo espectáculo de las hogueras en un campo de donde empieza, apenas, a fugarse la nieve, y participar, mediante el milagro del arte, en esa dichosa faena. “A las ocho de la tarde apenas si ha comenzado el crepúsculo… Como la nieve se ha fundido en los campos y las tierras quedan al descubierto, casi hace calor cuando el sol cae de lleno a mediodía; pero la floresta está nevada aún… Por esto ocurre que aquí y allá surja alguna hoguera antes de tiempo. Al cabo llega el deseado instante. Y el muchacho de más edad enciende un hachón de paja que sepulta bajo la madera. Surgen las llamaradas; se oye crepitar el ramaje; las ramas más finas enrojecen y se hacen transparentes; el humo trepa en espirales negruzcas. Al fin se eleva la llama hasta la cumbre, alta y clara, y se agita a varios metros en pleno aire… Ha tardado tanto en llegar la primavera que los niños creen apresurarla con el fuego. De lo contrario tal vez se retardarían los brotes y no se abrieran las hojas…”. ¿Ha revivido un trozo de mundo? ¿Ha sido vuelto a crear? ¡Quién lo duda!
A la selva podéis llegar conducidos por la sabiduría de Mowgli, ese joven príncipe indio de las tierras vírgenes de Kipling, que bebió la leche materna con los cachorros de Mamá Loba, o penetrar en la “cárcel verde” donde “todo se pudre y todo resucita”, hombro a hombro con Arturo Cova, para compartir la vorágine de su propio destino.
Sí. Nada niega, nada escatima el arte literario al angustioso afán del hombre por conocerlo y sentirlo todo. El amador de paisajes, el coleccionista de ciudades, el enamorado de la cándida gracia de lo rural y de lo provinciano, el que quiere poseer, como si dijéramos, en el puño de la mano, todo el oro del mundo, hallará invariablemente fiel y exacta, la voz literaria que recupere para él la verdad de su sueño y la imagen del deseo.
Este poder de creación, de recuperación, de rescate, del arte literario, determina, como dije antes, el hecho de que tenga la categoría de una dimensión vital. Hay muchas cosas esenciales a la existencia humana, pero cómo se advierte de imprescindible la necesidad del arte cuando se piensa que el hombre ha estado rodeado desde siempre por un invencible cerco de miseria y de dolor. He aquí que todas las filosofías envejecen y mueren, y que en el orden de la ciencia, “la verdad de hoy es la mentira de mañana”; que todas las fórmulas políticas y todos los sistemas económicos, idealmente concebidos, como una desiderátum para restablecer el imperio de la justicia y de la equidad, engendran inexorablemente la arbitrariedad, el odio y la guerra. Después de siglos y siglos de experiencia social, de experiencia científica, ya no va quedando casi ni una mezquina porción de tierra donde el hombre pueda vivir libremente y en paz. En torno suyo ha visto levantarse los imperios y las vanidades, ha visto crecer la marea del odio y presenciado la periódica cosecha de sangre que la ambición política recoge en el campo de la historia. Qué compensación en medio de todo esto, la del arte, la de la verdad en la belleza. La obra de los estadistas, de los guerreros, de los capitanes de multitudes, de los creadores de imperios, de quienes en un momento de la historia alcanzaron una estatura descomunal, se deshace en cenizas. En cambio, esas que parecen frágiles construcciones de palabra, ese poco de aire apresado en la cárcel de la poesía, esas notas musicales, esos trozos de mármol, esos colores y esas formas detenidos para siempre sobre un trozo de tela, han resistido la amenaza del tiempo, victoriosos, inmortales, perennes, eficaces e incorruptibles. La certidumbre de que siempre estarán a nuestro servicio, de que jamás se perderá el hálito de su gracia, ni se extinguirá su belleza, ni cavará su poder de evasión y de ensueño; la certidumbre de que en el arte hallaremos siempre una compensación inefable a todo cuanto en el mundo nos hiere, nos esclaviza, nos hace sórdidos o crueles, nos llena el alma de vanidad o de dolor, esa certidumbre hace más alegre o menos melancólica la fuga del tiempo y más fácil el viaje inexorable hacia el País de los Párpados Cerrados.
Cien años de amor y Tres corazones femeninos en Luces en el bosque de Hernando Téllez. Ediciones “Librería Siglo XX”, Bogotá.
Ibídem.
Tomado de: Hernándo Téllez, Sus mejores prosas. Bogotá: Primer Festival del Libro Colombiano. Compañía Grancolombiana de Ediciones S.A.
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