A principios de 1918, el inmenso poeta peruano César Vallejo visita en la Biblioteca Nacional del Perú a otro gigante: el para entonces director de la biblioteca Manuel González Prada, autor de las inmortales Páginas libres. En el encuentro hablan de literatura, de arte en general y de la situación cultural del Perú. También en ese encuentro, González Prada felicita a Vallejo por su poema “Los dados eternos”, recogido al año siguiente en su primer libro Los heraldos negros, lo que veríamos en la dedicatoria que de este poema le hace el poeta santiaguino al maestro limeño: “Para Manuel González Prada esta emoción bravía y selecta, una de las que, con más entusiasmo, me ha aplaudido el gran maestro”. Aquí la crónica que escribiera Vallejo luego de la entrevista:
El salón de lectura de la Biblioteca, como siempre, concurridísimo. Su paz abstractiva. Una que otra mano fojea impaciente. Los pasos morosos de algún conservador, buscando en los estantes. Óleos de peruanos ilustres en los muros se lastiman con la luz de los viejos ventanales.
Pasamos. En la sala de la dirección, desde una fina actitud acogedora y sentado en el sofá ligeramente, como auscultando el momento espiritual, el maestro deja caer palabras que nunca soñé escuchar.
Su vigoroso dinamismo sentimental que subyuga y arrastra, la fresca expresión de eterna primavera de su continente venerable tiene algo del mármol alado y suave en que la Hélade pagana solía encarnar el gesto divino, la energía superhumana de sus dioses. No sé por qué ante este hombre, una reverberación extraordinaria, un soplo de siglos, una idea de síntesis, una como emoción de unidad se cuajan entre mis fibras. Se diría que sus hombros vuelan el vuelo legendario de toda una raza; y que en su nevada testa apostólica brota en haces de luz blanca, inapagable, la máxima potencia espiritual de un hemisferio del globo.
Yo le miro sobrecogido; el corazón me late más deprisa, y vuelan disparadas mis mayores energías mentales hacia todos los horizontes, en mil centellas raudas, como si algún latigazo dirigente fustigara de súbito a un millón de brazos invisibles para un trabajo milagroso, más allá de la célula… Es que González Prada, por una virtud hipnótica que en estado normal sólo es peculiar al genio, se impone, se adueña de nosotros, toma posesión de nuestro espíritu y acaba por sugestionarnos.
En esta visita, como en las anteriores, Prada habla de arte. No es pródigo en palabras. Sus posturas de concepto son siempre sobrias. Pero llamean de emoción y optimismo y ninguna solemnidad.
¡Cómo se desintoxica uno delante de esa inmensa montaña pensadora!
—Pero los doctores dicen que no —le respondo—. Dicen que tal literatura simbolista es un disparate.
—Los doctores… ¡Siempre los doctores! —sonríe piadosamente.
Ni aun en sus sentencias gasta solemnidad pontificia. La línea, en su silueta hidalga, vibra siempre en un fervor sediento de verdad. No tiene la pausa de la senectud; siente la vida en pleno meridiano, en afán, en inquietud que es renuevo.
Por él no pasa el ala apacible que se abandona horizontalmente, sino el ala en el ritmo acelerado de un vuelo que sube eternamente. Por eso no es solemne. Porque no parece un anciano. Es una perenne flor ecuatorial y rara de rebeldía fecunda.
Le pregunto sobre nuestra poesía nacional.
—Hay en ella la influencia del decadentismo francés —me dice—. Y después, saboreando un pronunciado tinte de complacencia, agrega:
—Y de Maeterlinck.
Hay un ancho reposo de convicción al final de cada una de sus frases, que después de pronunciadas parecen consolidarse, destilar su valor sustancial en sangre, arrellanando fuertemente su melodía ideal en nuestras venas mismas.
Luego le rezo ferviente al gran comentador de Renán:
—Como me manifestaba Valdelomar el otro día, el Perú nunca sabrá pagar la gratitud enorme que le debe.
La tez de su rostro se aviva en una sonrisa que aletea en silencio de lejanas cumbres olvidadas.
—Y la juventud actual —continúo como martillando entusiasmado con los labios un aplauso caluroso— es hija de su excelsa labor de libertad.
—Sí, pues —me contesta—, hay que ir contra la traba, contra lo académico.
Chispea en sus ojos videntes un diamante prócer. Y me acuerdo de aquella Biblia de acero que se llama Páginas libres. Y creo envolverme en el incienso de un moderno retablo sin efigies.
—En literatura —prosigue— los defectos de técnica, las incongruencias en la manera, no tienen importancia.
—Y las incorrecciones gramaticales —le pregunto—, evidentemente. ¿Y las audacias de expresión?
Sonríe de mi ingenuidad; y labrando un ademán de tolerancia patriarcal, me responde:
—Esas incorrecciones se pasan por alto. Y las audacias precisamente me gustan.
Yo bajo la frente.
En la grave distinción de su porte la opaca claridad esplinática de la sala se funde y se marchita. A sus pies se arrastra una lengua de Sol humilde que figura una delicada llama de lunas de ópalo que llegara fugitivo y jadeante de muy lejos.
Al oír las últimas palabras del filósofo pienso en tantas manos hostiles, distantes ya. Y pienso en que mañana habrá aurora.
Con una leve sonrisa que curva en interrogación sutil, que sondea y estudia, González Prada conversa, alargando así los momentos de su acogida intelectual.
Y me obsequia con un entusiasta elogio inesperado.
Me invita a visitarlo de nuevo. Y este maestro en el continente, este orador que ha pulverizado tanto órgano deforme de nuestra vida republicana y cuya labor no es de hojarasca, de mero buen hablar, sino de incorruptible bronce inmortal, como la de Platón y la de Nietzsche; este egregio capitán de generaciones, siempre flamante a quien ama y con quien piensa y seguirá pensando la juventud; este gentilhombre, enemigo de todo formulismo, como lo es de toda farsa, me tiende la mano amiga desde la puerta de la Biblioteca Nacional en un rasgo personalísimo de inteligencia y cortesía.
Yo salgo vibrante. Con lo dicho por el autor de Horas de lucha, Minúsculas y Exóticas, siento los nervios en tensión inefable, como lanzas acabadas de afilar para el combate.
Publicado en La Reforma de Trujillo el 9 de marzo de 1918.
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